Palabras Claves: reflexión, amor, familia, justicia
Un viejo campesino esa tarde se dio cuenta que el momento de su muerte se acercaba, que sus largos años estaban tocando a su fin y en lugar de entristecerse, una sonrisa se dibujó en su rostro. Había vivido una vida larga y feliz, había dado y recibido amor, observado el crecer de la siembra estación tras estación, había educado a sus dos hijos lo mejor que pudo e incluso había sembrado docenas de árboles. Lo único que le preocupaba era qué hacer con sus tierras de cultivo, ya que aunque no eran muchas no quería que fueran motivo de disputa entre sus hijos, así que tras pensarlo un poco tomó una decisión y los mandó llamar.
Sentados a la sombra de un mezquite, el hombre anciano los miró y con tranquilidad les dijo – “el momento de mi muerte se acerca y me voy en paz” – comenzando una larga charla en la que hubo llanto, recuerdos, risas, gratitud y palabras impregnadas de amor; y cuando el sol se estaba poniendo les informó que quería dejarle al mayor de sus hijos la mitad de sus tierras de cultivo, justo desde aquel huizache hacia el norte, y que al más chico quería dejarle la otra mitad, del huizache hacia el sur.
El tiempo pasó y a los pocos días el anciano falleció; fue despedido por el pueblo entero y conforme transcurrían los días lentamente la tristeza fue dejando paso a la serenidad y el duelo al trabajo cotidiano.
Así que la siguiente temporada de siembra, el hermano menor se dedicó a sembrar la parte sur, y el hermano mayor la parte norte; cada uno se ocupó de cuidar y atender su parte. Sin embargo, cuando el tiempo de cosecha se acercaba, el mayor de los hermanos pensaba que la distribución de tierras que había hecho su padre no había sido justa, que tal vez él había tenido buenas intenciones, pero no había ninguna razón por la que los dos hermanos debían de tener la misma cantidad de tierra. Mientras tanto el hermano menor para sus adentros cavilaba pensando que su padre se había equivocado, que aunque la distribución fue equitativa no era justa y que no había ninguna razón por la que su hermano debiera tener la misma cantidad de tierra que él.
Y es que el hermano más grande se daba cuenta que su hermano más pequeño, al ser soltero y sin hijos, no tenía las alegrías y las satisfacciones que él sí tenía. No tenía una mujer con la cual compartir sus triunfos, sus fracasos y su tiempo, no tenía niños con los cuales jugar y sonreír al mirarlos crecer, nadie lo cuidaba ni se ocupaba de él. No era justo que tuviera la misma cantidad de tierra que él, sin las alegrías que él sí disfrutaba.
De modo que para reparar la injusticia, por las noches, muy sigilosamente, cargaba un costal de su cosecha y la llevaba en silencio a la bodega de su hermano, sintiendo que con esto compensaba su falta de alegrías. Así que noche tras noche repetía este ritual llevando siempre un costal lleno de granos.
Al mismo tiempo, el hermano más chico se daba cuenta de todos los compromisos y las preocupaciones de su hermano mayor, educar a sus hijos, cuidar su salud y ciertamente no gozaba de las libertades que él tenía. Su hermano más grande no podía ir y venir libremente, tenía que negociar sus decisiones, tenía la tensión constante de velar por una familia. Por lo que no era justo que tuviera la misma cantidad de tierra que él, sin las libertades que él sí disfrutaba. Así que para reparar la injusticia, por las noches, muy sigilosamente, cargaba un costal con los granos de su cosecha y lo llevaba en silencio desde su propia bodega a la bodega de su hermano, sintiendo que con esto compensaba el error de su padre. De este modo, noche tras noche, repetía este ritual llevando siempre un costal lleno de granos. Lo curioso de todo esto es que ninguno notaba que su cosecha permanecía siempre igual, por más que cada noche sacaban un costal, a la mañana siguiente la cantidad era la misma.
Hasta que una buena noche, el hermano mayor iba caminando en silencio hacia la bodega del sur, llevando un costal en brazos y el hermano pequeño caminaba hacia la bodega del norte, tratando de no hacer ruido para dejar su costal, cuando finalmente – a la mitad del camino – se encontraron… se quedaron mirando extendiendo el tiempo mientras una sonrisa surgía de cada rostro, iluminando la noche, dejaron los costales en el suelo y se dieron un largo abrazo, y de algún modo por fin comprendieron.
