Palabras Claves: reflexión, envejecer, familia
Sucedió un día que estaba con mi hija en el zoológico y al pasar por un sendero pudimos ser testigos de un diálogo entre una abuela con su nieta, cuyo rostro estaba salpicado de pecas rojas y brillantes. Otros padres y otros niños estaban esperando en una fila para que un artista les pintase sus caritas con flores y muñecos.
—¡Tienes tantas pecas que él no va a tener donde pintar! —le gritó un niño de la fila en tono burlón.
Sin verle la gracia, la niña bajó su cabecita. La abuela se agachó y le dijo al oído:
—Adoro tus pecas.
—¡Pero yo las detesto! —respondió la niña, con un gesto de malhumor.
—Cuando yo era niña siempre quise tener pecas —le dijo pasando el dedo por la cara de la nieta—. ¡Las pecas son tan bonitas!
La niña levantó el rostro.
—¿De veras tú crees que lo son?
—¡Claro! Dime una cosa más bonita que las pecas.
La pequeña, mirando el rostro sonriente de la abuelita, respondió al punto:
—¡Las arrugas!
