Palabras Claves: reflexión, madres, familia, hijos
Un día, cuando mis hijos estén lo suficientemente crecidos para entender la lógica que motiva a los padres y madres, yo habré de decirles:
Los amé tanto como para haberles preguntado a dónde iban, con quién iban y a qué hora regresarían. Los amé lo suficiente para no haberme quedado callada y para hacerles saber, aunque no les gustara, que aquél nuevo amigo no era buena compañía.
Los amé lo suficiente para hacerles pagar las golosinas que tomaron del supermercado o las revistas del expendio, y hacerles decir al dueño: «nosotros nos llevamos esto ayer y queremos pagarlo».
Los amé lo suficiente como para haber permanecido de pie dos horas, junto a ustedes, mientras limpiaban su cuarto, tarea que yo habría hecho en quince minutos.
Los amé lo suficiente para dejarles ver, además del amor que sentía por ustedes, la decepción y también las lágrimas en mis ojos.
Los amé lo suficiente para dejarlos asumir la responsabilidad de sus acciones, aun cuando las penalidades eran tan duras que me partían el corazón.
Y ante todo, los amé lo suficiente para decirles no, cuando sabía que ustedes podrían odiarme por eso; y en algunos momentos sé que me odiaron.
Esas eran las batallas más difíciles de todas. Estoy contenta, vencí… porque al final ¡ustedes ganaron también! Y cualquiera de estos días, cuando mis nietos hayan crecido lo suficiente para entender la lógica que motiva a los padres y madres, cuando ellos les pregunten si su madre era mala, mis hijos les dirán:
Sí, nuestra madre era mala. Era la madre más mala del mundo. Los otros chicos comían golosinas en el desayuno y nosotros teníamos que comer cereales, huevos y tostadas. Los otros chicos bebían gaseosas y comían papas fritas y helados en el almuerzo, y nosotros teníamos que comer arroz, carne, verduras y frutas.
Mamá tenía que saber quiénes eran nuestros amigos y qué hacíamos con ellos. Insistía en que le dijéramos con quién íbamos a salir, aunque demoráramos apenas una hora o menos. Ella nos insistía para que le dijéramos siempre la verdad y nada más que la verdad. Y cuando éramos adolescentes, quién sabe cómo, hasta conseguía leernos el pensamiento. ¡Nuestra vida sí que era pesada! Ella no permitía que nuestros amigos nos tocaran la bocina para que saliéramos; tenían que bajar, tocar la puerta y entrar para que ella los conociera.
A los doce años, todos podían volver tarde por la noche, nosotros tuvimos que esperar como hasta los dieciséis para poder hacerlo, y aquella pesada se levantaba para saber si la fiesta había estado buena (era solo para ver en qué estado nos encontrábamos al volver). Por culpa de nuestra madre, nos perdimos inmensas experiencias en la adolescencia. Ninguno de nosotros estuvo envuelto en problema de drogas, robos, actos de vandalismo, violación de propiedad, ni estuvimos presos por ningún crimen.
¡Todo fue culpa de ella! Ahora que somos adultos, honestos y educados, estamos haciendo lo mejor para ser «padres malos», como fue mi madre. Yo creo que este es uno de los males del mundo de hoy: ¡no hay suficientes, madres malas!
Aquéllas que ya son madres, que no se culpen, y aquéllas que lo serán, ¡que esto les sirva como una alerta!
