Palabras Claves: perseverancia, constancia, metas, sueños, objetivos, mujer
Carolina, mi hija, quien vive en otro estado de los Estados Unidos distinto al mío, me había llamado varias veces para decirme:
—Mamá, algún día tienes que venir en primavera para ver los narcisos antes de que se acaben.
Yo quería ir, pero era muy lejos de Miami, donde vivo.
—Iré muy pronto —le prometí con cierta renuencia cuando llamó por tercera vez.
Un martes frío y lluvioso finalmente entré a la casa de Carolina, donde los gritos de mis nietos me dieron la bienvenida. Enseguida le dije a mi hija que se olvidara de los narcisos, que con mis nietos me bastaba para pasar un fin de semana muy feliz.
Ella sonrió calmadamente y dijo:
—Pero primero vamos a ver los narcisos. Es muy cerca, mamá, nunca te
perdonarías haberte perdido esta experiencia.
Después de unos quince minutos de conducir, doblamos por un angosto camino de grava y nos detuvimos cerca de una iglesia. Al otro lado de esta, vi un letrero hecho a mano, con una flecha, que decía: «Jardín de los Narcisos».
Salimos del auto, cada una tomó a un niño de la mano, y yo seguí a Carolina por el sendero. Al doblar una curva, quedé boquiabierta: delante de mí estaba la vista más gloriosa de un campo de flores.
Parecía una enorme tina de oro derramada desde la cumbre de una colina y sus laderas. Las flores estaban sembradas en diseños de grandes franjas de varios colores: anaranjado intenso, blanco cremoso, amarillo verdoso, salmón rosa, azafranado y amarillo mantequilla. Cada variedad de diferente color estaba plantada en grandes grupos, de tal manera que ondulaban como un solo río, con su propio y único color.
Había unas dos hectáreas y media de flores.
—¿Quién hizo esto? —le pregunté a Carolina.
—Una mujer nada más. Vive en este terreno y aquella es su casa.
Caminamos un poco y en el patio nos entrevistamos con Dinah. De inmediato nos puso al corriente:
—Sé que se estarán haciendo varias preguntas. La primera de ellas es que en ese terreno que acaban de ver hay sembrados más o menos 50 000 mil bulbos que, desde 1958, yo misma, con mis manos, he cultivado uno por uno hasta que tuve la satisfacción de verlos florecer en una primavera. Y después de eso, en muchas primaveras más.
Miré a Carolina, quien me sonreía con gracia. Y luego pensé en esta mujer quien, por más de cuarenta años, había empezado a traer un bulbo cada vez a esta campiña.
Plantándolos periódicamente, año tras año, había cambiado para siempre el paisaje y el espacio en que se movía. Y nos había dado a todos los extraños que hemos estado allí, bajo el cielo plomizo, el deleite de ver la más asombrosa muestra de colores que yo había conocido en mi vida.
El Jardín de los Narcisos me enseñó que uno de los grandes principios de la vida consiste en aprender a movernos hacia nuestras metas y deseos avanzando un paso cada vez. Cuando multiplicamos los pequeñísimos espacios de tiempo con pequeños incrementos de esfuerzo diario, encontraremos que podemos realizar cosas magníficas. Podemos cambiar nuestro entorno y, de paso, dar satisfacciones a los demás…
—De cierto modo esto me pone triste —le dije a Carolina—. ¿Qué habría logrado yo si hubiese pensado en una meta maravillosa hace unos treinta y cinco o cuarenta años, y hubiese trabajado esa meta «un bulbo cada vez» a través de todos esos años?
¡Nada más piensa en lo que yo hubiera realizado!
Mi hija resumió el mensaje del día con su manera directa y sencilla:
—Empieza mañana —me dijo.
