Igualación

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Palabras Claves: reflexión, crecimiento, desarrollo personal

Paco, tenía 13 años, en ese entonces era chaparrito, tenía algunos kilos de más y me caía muy bien.
Paco me había insistido en tomar el taller de liderazgo juvenil que yo daba en ese entonces, y la verdad es que yo no sabía si era la mejor idea permitirlo. El taller estaba diseñado para muchachos de 15 a 18 años, así que me parecía que Paco era muy pequeño y que tal vez no se iba a adaptar al grupo, o tal vez el grupo no lo iba a aceptar del todo bien. Sin embargo el insistió e insistió y yo me dejé convencer.

Lo que hacía muy atractivo ese taller, era que los muchachos no sólo desarrollaban herramientas para el liderazgo sino que aprendían a hacer rappel. Descendían por una cuerda – alrededor de 30 metros – en un cerrito cercano.

Observar a Paco durante el taller, como se integró con sus compañeros y como participaba, me llenaba de alegría. Además era interesante su gran ilusión para descender en el rappel, las ganas que tenía de que el día llegara, y la mezcla de miedo y emoción que estaba viviendo. Emoción por vencer el reto, miedo natural a las alturas y a lo que no conocemos.

Finalmente el día llegó. Pusimos el equipo, amarramos cuerdas, alistamos ochos, mosquetones, arneses, dimos las instrucciones finales y Francisco me dijo que él quería ser el último en bajar. Si nunca has tenido la experiencia de descender rapeleando, tengo que contarte un par de cosas antes de que sepas que pasó con Paco, sus miedos y sus emociones.

La cuerda se amarra de un punto fijo y firme – un árbol, una gran roca, etcétera – se deja caer por una pendiente vertical (o casi vertical), la persona que va a descender se pone el arnés alrededor de la cintura y las piernas, le engancha el mosquetón – que normalmente es una pieza de metal con forma de pera – ajusta el ocho, que es otra pieza de metal por la que desliza la cuerda y que se une al mosquetón. Todo esto es fácil, aunque requiere cuidado y atención, lo interesante viene después, la cuerda no está tensa entre la persona y el punto fijo en él que se amarró, sólo se tensa cuando la persona avienta su peso hacia el precipicio. Sobra decir que no sentir apoyo en la cuerda hacia el frente y saber que hay 30 metros de distancia entre uno y el suelo hace que a muchos se nos apriete el estómago y nos tiemblen las piernas. A mí siempre me pasa.

Pero regresando a la historia de Francisco. Al fin llegó su turno y muy nervioso se puso arnés, mosquetón, acomodó el ocho, se unió a la cuerda, intentó dejar que su peso se fuera hacia atrás donde lo esperaba el abismo (al menos así lo veía él) y enfrentar el miedo que quería vencer, pero sus piernas y sus manos temblaron un poco más y su voz también tembló, cuando muy bajito empezó a llorar diciendo “no puedo, no puedo, no puedo”

Todo esto me lo contaron, yo no lo vi. En ese momento estaba en la parte más baja recibiendo y felicitando a los muchachos que ya habían bajado, cuando desde arriba me gritaron “¡Sergio! Paco, no quiere bajar”, así que por un caminito en el cerro subí apresurado los 30 metros y cuando llegué me encontré a Paco temblando en un rincón, con su cuerpo enconchado, sollozando y diciendo muy bajito “no pude”

Y ahí fue cuando tuve un momento de inspiración – de esos que todos tenemos – en los que sencillamente surge certeza total sobre lo que tenemos que hacer y en los que las acciones simplemente fluyen con toda naturalidad. Casi parecía que no era yo, él que estaba decidiendo que hacer, si no que las cosas simplemente ocurrían.

Mi cuerpo se enconchó, se fue al piso y se quedó balanceándose un poco junto a Paco, como si no hubiera gran diferencia entre su experiencia y la mía. Después surgieron palabras que no sé muy bien si eran mías, pero hablaban de mis miedos, de mi propia inseguridad, de la sensación de fallar, de no sentir un punto de apoyo, del temor de dejarme caer hacia atrás.

Pero no eran sólo palabras, mi cuerpo seguía hablando con Francisco, oscilando un poco menos y de modo muy ligero tomando una postura sutilmente más erecta. Ahora mis palabras hablaban de cómo había vencido algunos miedos, de cómo ya estaba unos pasos más abajo, de cómo había logrado soltarme al vacío y sentir que si había apoyo en la cuerda, de cómo lograba respirar y ahora comenzar a preocuparme por dar algunos pasos hacia abajo sin que la soga se me fuera de las manos.

Cada vez más mi cuerpo, quien continuaba hablando por sí mismo, se iba enderezando más, pareciendo más firme y decidido al acompañar palabras que contaban como poco a poco mi seguridad iba creciendo, como la preocupación iba dando paso al disfrute, como a veces surgía una sonrisa al mirar cada vez más cerca el piso, al saber que tengo la capacidad de enfrentar mis miedos, al finalmente sentir la tierra firme bajo de mis pies y decirme internamente, con fuerza y claridad, “claro que puedo”.

La verdad es que no sé muy bien que ocurrió en la mente y en corazón de Paco, sólo recuerdo como si estuviera pasando en este momento, que cuando mis palabras cesaron, escuché las suyas: “Sergio, quiero intentarlo otra vez”.

Y fue el viento quien me recordó el particular brillo en sus ojos, cuando después de descender se quitó el arnés, se plantó firme en el suelo y como parecía que había crecido, como ese veía un poco más alto, como en realidad lo era. Lo curioso es que al escribir estas palabras, me doy cuenta que ese día yo también había crecido.

 

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